El nombre Ayacucho, que proviene del quechua aya (muerte) y cuchu (esquina), se asocia con la batalla de independencia de 1824. Algunas variables, como su localización geográfica o los días que vivió durante los violentos años ochenta y noventa, han hecho que esta ciudad siga un tanto detenida en el tiempo, por lo cual se conservan muchos oficios tradicionales. Ayacuho es, así, un secreto bien guardado: no solo es un espectacular destino turístico, sino que se trata también de un referente en la artesanía nacional.
Alrededor de su plaza colonial se erigieron 33 iglesias católicas, que representan los años de vida de Jesús. En ellas tiene lugar la famosa Semana Santa Ayacuchana, que se celebra con ceremonias religiosas, procesiones, carreras de caballos de paso, encierro y mucha comida. Y ya que la artesanía va de la mano de la tradición, no podía faltar la presencia de la cerería o ‘arte efímero’ de la mano de Teodomiro Camiña Galindo. “Muy niño empecé haciendo flores de cera y velas. Me enseñó mi papá”, comenta. “Lo que sé lo he enseñado a mis 4 hijos y a 12 nietos”.
Pero Ayacucho se caracteriza de manera especial por la tradición del bordado. En especial, el barrio Santa Ana es sede para maestros tejedores, quienes trabajan en negocios familiares. Es el caso del clan Oncebay, que lo hace desde 1870. En los talleres textiles hay generalmente una pequeña tienda o galería abierta al público, así como un jardín interior donde hay plantas aborígenes tintóreas como el nogal, la cochinilla y el molle, entre otras. Ya quedan muy pocos grupos dedicados a las frazadas ayacuchanas, pues casi todos trabajan en los telares murales decorativos –principalmente réplicas de textiles preincas wari, paracas, nazca y chancay–. Las fibras que utilizan son algodón, alpaca, llama y oveja. Desde la década sesenta, los artesanos se han preocupado por rescatar los tejidos tradicionales con sus colores y motivos. Sobresalen los patos, los zigzags, las franjas y, particularmente, la paleta de color negro, marrón, beige, blanco y gris.
En los ochenta y noventa, se elaboraban tapices testimoniales: jóvenes mujeres con trenzas, otras migrando de la sierra hacia la capital, así como máscaras, queriendo dar la espalda a la violencia. En esa época, la familia Oncebay se dedicó a entender y recrear técnicas desaparecidas, para que los originales –antiguos– no fueran vendidos y se pudieran conservar en los museos o colecciones particulares.
El maestro Alfonso Sulca confirma su compromiso de seguir tejiendo para continuar fortaleciendo la riqueza cultural del pueblo. Además, este esfuerzo crea cada vez más nuevos puestos de trabajo, sin costo alguno para el gobierno. Genera divisas y convierte al visitante o comprador en un difusor de la cultura local.